En Amsterdam
I
Los cruceros, tan quietos como una letanía, flotan silenciosos
a lo largo del canal marrón, las hojas están llenas de paz,
las elegantes fachadas, banales y repetitivas
como el brochure del hotel, parecen un retablo apacible.
Hicimos el viaje una vez con Rufus Collins, que llevaba un blanco
guacamayo en su hombro de pirata. Rufus se ha ido.
Los canales esparcen reflejos pasivos en el centro.
Reflexiono en voz baja sobre cuan pronto me iré.
Quiero que el año 2009 se alinee con luz
como un interior danés o un callejón hecho por Vermeer,
que yo acepte la irritable maldad de mi enemigo,
que pinte y escriba bien en lo que podría ser mi último año.
II
Es tonto pensar en un linaje cuando apenas existe,
aunque mi madre cuyo apellido era Marlin o Van der Mont
se enorgullecía de un ancestro que ella pensaba era danés.
Ahora, acá en Amsterdam, su reclamo empieza a hacerse real.
Legitimo, ilegitimo, quiero rehacer
esos rubicundos rostros flamencos, a pesar de que hayan sido hechos
por Frank Hals, por Rubens, por Rembrandt,
los ojos grises y claros de Renee, la sombra del árbol a un lado,
el castaño que parece brillar desde la ventana del desayunador,
¿por qué si el gozo de mi madre fue tal,
no debo reclamarlos tan fervientemente con
el orgullo de viuda joven de Alix Marlin,
así como reclamo un arroyo en el Congo?
Siento que hay algo que termina aquí y algo que recién comienza:
la fuerte luz de las hojas, el agua murmurando en danés,
las chicas yendo en bicicleta bajo el sol.
De White Egrets de Derek Walcott, página 64 y 65