domingo, 25 de septiembre de 2011

Traduciendo a Derek Walcott (5)



Garcetas blancas
1
Cauto ante la luz del tiempo y con cuanta  
frecuencia dejará que las sombras matinales
se extiendan en el césped,
a las acechantes garcetas abrir sus picos y tragar
cuando tú, no ellas, o tú y ellas, se hayan marchado;
a las ruidosas cotorras alistar su flota en el ocaso
para que abril encienda su violeta africano
en el retumbante mundo que te humedece
esos cansados ojos que detrás de dos lentes
se empañan: amanecer, atardecer,
los discretos estragos de la diabetes.
Acéptalo todo con frases ecuánimes,
con la solución esculpida que fija cada estrofa;
aprende que el césped brillante no opone resistencia
a las apuñalantes preguntas de la garceta
y a las respuestas de la noche.

2
La elegancia de esas acechantes garcetas blancas
de picos anaranjados como aguamaniles,
los gruesos olivos, los cedros que consuelan
al arroyo que ruge torrencialmente en
tiempos de lluvia; rumbo a esa paz
que está más allá de los deseos y los remordimientos,
a la cual eventualmente he de llegar,
donde las palmeras se encorvan bajo el sol
como palanquines  con sombras tigresas. Deberán estar allí
luego que mi sombra cruce cargada de pecados
el verdoso matorral del olvido,
con la salida y la puesta de un centenar de soles
sobre el valle de Santa Cruz, donde amé en vano.

3
Veo los descomunales árboles estremecerse en la hierba
como un jadeante mar sin olas, los bambúes sumergen
sus cuellos como caballos enlazados mientras las hojas amarillentas,
rotas por los latigazos de las ramas, caen en avalancha:
todo esto antes que la asustadiza lluvia se derrame desde
el empapado lienzo del cielo semejante a una vela desamparada,
soplando y acosando completamente las colinas
como si todo el valle fuera un casco atravesando la tempestad
y los bosques no fuesen de árboles sino olas de un mar embravecido.
Cuando la luz quiebra y el trueno grita como si maldijera
y descansas tranquilo en una oscura casa perdida
en Santa Cruz, sin luz, la electricidad que se va de repente,
piensas en quién le dará cobijo al tembloroso gavilán,
a la impecable garceta, a las garzas del color de las nubes
y a las cotorras que se asustan ante los falsos fuegos del amanecer.

4
Estos pájaros, la garceta de nieve o la blanca garza,
continúan modelando para Audubon en un libro
que en mi juventud se abría como el césped
en la Santa Cruz de esmeralda, sabiendo lo bien que posan
y la perfección de su pavoneo. Salpican las islas,
en ciénagas, en manglares o pasto de ganado,
deslizándose sobre estanques, para luego balancearse en el lomo
de un novillo sedoso, o huyendo del desastre
en los climas huracanados, y recogiendo pulgas
con sus puñaladas eléctricas, tal si fuera un gran privilegio
que pudieran estudiarlas por esa presunción mítica
de que ellas volaron de Egipto y atravesaron el mar
con el ibis faraónico: su pico anarajando y sus patas
reposan sosegadas para adornar una cripta
y luego abalanzarse con sus alas, que aleteando con fuerza,
son tan parecidas a las de un serafín cuando baten.


5
El ideal perpetuo es el asombro.
¡La helada hierba verdosa, los árboles tranquilos, el bosque
en la colina de allá, luego, el blanco suspiro de una garceta
que vuela hasta el marco donde se tambalea para descansar
con su paso torpe, erecto y emblemático!
Otro pensamiento asombra: un gavilán en el puño
de una rama, silencioso, como un halcón,
se dispara hacia el cielo, circulando sobre alabanzas o condenas,
con la misma alta indiferencia que ustedes:
ahora se lanza a destrozar un ratón de campo con sus garras.
La página de la hierba y esta página abierta son las mismas:
una garceta sorprende la página, el altivo gavilán grazna
sobre una cosa muerta, un amor que era puro castigo.

6
No he visto a las garcetas desde la mitad de la semana de navidad,
y nadie me dijo el por qué se fueron,
pero ahora  han vuelto  con la lluvia: su pico naranja,
sus zancas rosadas y su cabeza de cuchillo, están de vuelta en el césped
donde solían estar con la lluvia clara e ilimitada
del valle de Santa Cruz, en el cual, llueve
continuamente sobre los cedros hasta que la niebla cubre la llanura.
Las garcetas tienen el color de las cascadas,
y de las nubes. Algunos amigos, los pocos que aun tengo,
están muriendo, pero las garcetas acechan tras la lluvia
como si nada mortal pudiera aflijirlas, o se alzan
como abruptos ángeles, planean y vuelven a posarse.
En ocasiones las colinas desaparecen por sí mismas
como amigos, lentamente, pero estoy tan feliz
de que hayan vuelto ahora, como la memoria, como una plegaria.


7
Con el ocio de una hoja cayendo en el bosque,
amarillo pálido tirando a verde – mi final.
Pronto será la temporada seca, las colinas se oxidarán,
las garcetas hunden sus ondulantes cuellos, encorvándose
y apuñalando a gusanos y larvas tras la lluvia;
en ocasiones erectas como los pinos del bowling, se levantan
como jirones de algodón pelados en las montañas;
entonces cuando se mueven, torpemente, desplazan esta mano
con los dedos abiertos de sus patas y sus cuellos como dardos.
Compartimos un instinto:  el voraz apetito
que posee el pico de mi lápiz, pinchando retorcidos insectos
como sustantivos y tragándoselos, ya que mi pico lee
mientras escribe, sacudiendo con ira lo que rechaza.
Selección es lo que enseña la garceta
en el amplio y abierto cesped: su cabeza negando mientras lee
en un silencio impuesto, en una lengua que está más allá del discurso. 



8
Estábamos próximos a la piscina de la casa de un amigo en St. Croix:
Joseph y yo hablábamos; él detuvo la conversación
 esperaba que disfrutara esta visita -
para señalar, con un quejido, no detenida ni acechando
sino fijada en un gran árbol, un suspiro que lo sacudió
como algo salido del Bosco”, dijo. El inmenso pájaro estaba
de repente ahí, quizás él mismo que lo estremeció,
una garceta sepulcral o una garza - la impronunciable palabra estaba
siempre ante nosotros, como Eumaeus, un tercer compañero -
y lo que le fascinó, a él que amaba la nieve, lo que lo sacó de sí,
era que el pájaro era de un blanco espectral.
Ahora cuando de tarde o de noche en el césped
las garcetas planean juntas en silenciosos vuelos
o atraviesan, como una regata, la hierba verdosa del mar:
se vuelven almas seráficas, como era la de Joseph.