Garcetas
blancas
1
Cauto
ante la luz del tiempo y con cuanta
frecuencia dejará que las sombras matinales
se
extiendan en el césped,
a
las acechantes garcetas abrir sus picos y tragar
cuando
tú, no ellas, o tú y ellas, se hayan marchado;
a
las ruidosas cotorras alistar su flota en el ocaso
para
que abril encienda su violeta africano
en
el retumbante mundo que te humedece
esos
cansados ojos que detrás de dos lentes
se
empañan: amanecer, atardecer,
los
discretos estragos de la diabetes.
Acéptalo
todo con frases ecuánimes,
con
la solución esculpida que fija cada estrofa;
aprende
que el césped brillante no opone resistencia
a
las apuñalantes preguntas de la garceta
y
a las respuestas de la noche.
2
La
elegancia de esas acechantes garcetas blancas
de
picos anaranjados como aguamaniles,
los
gruesos olivos, los cedros que consuelan
al
arroyo que ruge torrencialmente en
tiempos
de lluvia; rumbo a esa paz
que
está más allá de los deseos y los remordimientos,
a
la cual eventualmente he de llegar,
donde
las palmeras se encorvan bajo el sol
como palanquines con sombras tigresas. Deberán estar allí
luego
que mi sombra cruce cargada de pecados
el
verdoso matorral del olvido,
con
la salida y la puesta de un centenar de soles
sobre
el valle de Santa Cruz, donde amé en vano.
3
Veo
los descomunales árboles estremecerse en la hierba
como
un jadeante mar sin olas, los bambúes sumergen
sus
cuellos como caballos enlazados mientras las hojas amarillentas,
rotas
por los latigazos de las ramas, caen en avalancha:
todo
esto antes que la asustadiza lluvia se derrame desde
el
empapado lienzo del cielo semejante a una vela desamparada,
soplando
y acosando completamente las colinas
como
si todo el valle fuera un casco atravesando la tempestad
y
los bosques no fuesen de árboles sino olas de un mar embravecido.
Cuando
la luz quiebra y el trueno grita como si maldijera
y
descansas tranquilo en una oscura casa perdida
en
Santa Cruz, sin luz, la electricidad que se va de repente,
piensas
en quién le dará cobijo al tembloroso gavilán,
a
la impecable garceta, a las garzas del color de las nubes
y
a las cotorras que se asustan ante los falsos fuegos del amanecer.
4
Estos
pájaros, la garceta de nieve o la blanca garza,
continúan
modelando para Audubon en un libro
que
en mi juventud se abría como el césped
en
la Santa Cruz de esmeralda, sabiendo lo bien que posan
y
la perfección de su pavoneo. Salpican las islas,
en
ciénagas, en manglares o pasto de ganado,
deslizándose
sobre estanques, para luego balancearse en el lomo
de
un novillo sedoso, o huyendo del desastre
en
los climas huracanados, y recogiendo pulgas
con
sus puñaladas eléctricas, tal si fuera un gran privilegio
que
pudieran estudiarlas por esa presunción mítica
de
que ellas volaron de Egipto y atravesaron el mar
con
el ibis faraónico: su pico anarajando y sus patas
reposan
sosegadas para adornar una cripta
y
luego abalanzarse con sus alas, que aleteando con fuerza,
son
tan parecidas a las de un serafín cuando baten.
5
El
ideal perpetuo es el asombro.
¡La
helada hierba verdosa, los árboles tranquilos, el bosque
en
la colina de allá, luego, el blanco suspiro de una garceta
que
vuela hasta el marco donde se tambalea para descansar
con
su paso torpe, erecto y emblemático!
Otro
pensamiento asombra: un gavilán en el puño
de
una rama, silencioso, como un halcón,
se
dispara hacia el cielo, circulando sobre alabanzas o condenas,
con
la misma alta indiferencia que ustedes:
ahora
se lanza a destrozar un ratón de campo con sus garras.
La
página de la hierba y esta página abierta son las mismas:
una
garceta sorprende la página, el altivo gavilán grazna
sobre
una cosa muerta, un amor que era puro castigo.
6
No
he visto a las garcetas desde la mitad de la semana de navidad,
y
nadie me dijo el por qué se fueron,
pero ahora han vuelto con la lluvia: su pico naranja,
sus zancas
rosadas y su cabeza de cuchillo, están de vuelta en el césped
donde
solían estar con la lluvia clara e ilimitada
del
valle de Santa Cruz, en el cual, llueve
continuamente
sobre los cedros hasta que la niebla cubre la llanura.
Las
garcetas tienen el color de las cascadas,
y
de las nubes. Algunos amigos, los pocos que aun tengo,
están
muriendo, pero las garcetas acechan tras la lluvia
como
si nada mortal pudiera aflijirlas, o se alzan
como
abruptos ángeles, planean y vuelven a posarse.
En
ocasiones las colinas desaparecen por sí mismas
como
amigos, lentamente, pero estoy tan feliz
de
que hayan vuelto ahora, como la memoria, como una plegaria.
7
Con
el ocio de una hoja cayendo en el bosque,
amarillo
pálido tirando a verde – mi final.
Pronto
será la temporada seca, las colinas se oxidarán,
las
garcetas hunden sus ondulantes cuellos, encorvándose
y
apuñalando a gusanos y larvas tras la lluvia;
en
ocasiones erectas como los pinos del bowling, se levantan
como
jirones de algodón pelados en las montañas;
entonces
cuando se mueven, torpemente, desplazan esta mano
con
los dedos abiertos de sus patas y sus cuellos como dardos.
Compartimos
un instinto: el voraz apetito
que
posee el pico de mi lápiz, pinchando retorcidos insectos
como
sustantivos y tragándoselos, ya que mi pico lee
mientras
escribe, sacudiendo con ira lo que rechaza.
Selección
es lo que enseña la garceta
en
el amplio y abierto cesped: su cabeza negando mientras lee
en
un silencio impuesto, en una lengua que está más allá del
discurso.
8
Estábamos
próximos a la piscina de la casa de un amigo en St. Croix:
Joseph
y yo hablábamos; él detuvo la conversación
- esperaba
que disfrutara esta visita -
para
señalar, con un quejido, no detenida ni acechando
sino
fijada en un gran árbol, un suspiro que lo sacudió
“como
algo salido del Bosco”, dijo. El inmenso pájaro estaba
de
repente ahí, quizás él mismo que lo estremeció,
una
garceta sepulcral o una garza - la impronunciable palabra estaba
siempre
ante nosotros, como Eumaeus, un tercer compañero -
y
lo que le fascinó, a él que amaba la nieve, lo que lo sacó de sí,
era
que el pájaro era de un blanco espectral.
Ahora
cuando de tarde o de noche en el césped
las
garcetas planean juntas en silenciosos vuelos
o
atraviesan, como una regata, la hierba verdosa del mar:
se
vuelven almas seráficas, como era la de Joseph.