El experimento sociológico de meter en nuestro apartamento por tres semanas a mi querido amigo ruso resultó todo un éxito. ¿Existen diferencias? Por supuesto. Cuando Sergei Kolejov dejó San Petersburgo, la temperatura estaba en menos doce grados Celsius. Cuando arribó a Santo Domingo, la temperatura estaba en 28 grados Celsius. Sin embargo, no son tantas, como se pudiera pensar, ya que si analizamos bien, se pueden encontrar un montón de similitudes entre San Petersburgo y Santo Domingo. En Rusia la gente maneja mal y a diario se tienen montones de accidentes. En República Dominicana manejamos peor que en Rusia, pero no tenemos tantos accidentes.
Cuando estaba bien borracho, lo que ocurría con frecuencia, Sergei profundizaba sobre las similitudes y diferencias entre el alma rusa y el alma dominicana. Contaba que los rusos son rencorosos y que los dominicanos son indulgentes. Esto lo decía por los dominicanos que vio rompiéndose la cara a trompadas, pero que terminaban sentados juntos en un colmado bebiendo y coreando las bachatas. Encontraba similares a las mujeres rusas y a las mujeres dominicanas. Le gustaban las lolitas. En Rusia, se llega a la mayoría de edad a los dieciséis años mientras en República Dominicana se alcanza a los dieciocho. Cada vez que lo veía picándole el ojo a una lolita, se lo recordaba.
La primera experiencia de Sergei con una dominicana fue en el avión durante el vuelo desde Ámsterdam a Punta Cana. Sucede que una dominicana se había sentado a su lado y le había hecho una serie de preguntas, que de acuerdo a Sergei, eran en su mayoría de carácter sexual. Sergei apenas entiende español, por lo que negaba con la cabeza, cada vez que la mujer le repetía algo. "No hablo español", murmuraba. La dominicana se levantó del asiento y retorno a su asiento original, al lado de un moreno gordo con una gorra de los piratas de Pittsburg, que volteó la cabeza varias veces para mirar a Sergei. Entonces una señora dominicana se aproximó y le secreteó en inglés, que había una red de prostitutas que embaucaban a turistas en los vuelos de Ámsterdam a Punta Cana y que se cuidara. Al decirlo señaló a la extraña pareja. Sergei tuvo miedo por primera vez.
Pero no sólo temía a que lo embaucaran en la isla. También le preocupaba que los mosquitos de la isla le contagiaran la malaria o el paludismo. Cada vez que escuchaba un mosquito zumbándole en los oídos se ponía paranoico y se echaba a correr. La primera noche de Sergei Kolejov, éste entró al baño a cepillarse los dientes y al rato salió explicándome que necesitaba hervir agua para poder hacerlo. ¿Hervir agua?, le pregunté. Sí, porque el agua está contaminada, me dijo. Lo
mismo planteó la noche en que Miguel, Chelo y yo lo llevamos a la mítica Barra Payán. Sergei Kolejov pidió un sándwich de pierna de cerdo del que se comió solamente la mitad. Ya en casa, me dijo que iba a beber ron porque el sándwich le había hecho daño. Empezó a beber como si fuera agua, pensando que con el alcohol podía matar los parásitos, hasta que se emborrachó y se puso a cantar el himno nacional ruso. Ya que estamos en eso, Sergei Kolejov se emborrachó casi todas las noches. El lema de Sergei no era sexo, drogas y rocanrol, sino más bien, cervezas, tabaco y ron. De las cervezas pasaba al romo y al vodka como si fueran distintas atracciones de un parque de diversiones. Sergei Kolejov me trajo un vodka de San Petersburgo y dos cervezas rusas, pero no las llegué a probar, ya que se las bebió enteras. Es más, Sergei compró dos botellas de ron Brugal extra viejo, un Barceló y tres botellas de Macorix, con la intención de llevarlas como regalos para sus amigos y sus familiares. Pero se las bebió. Dos cada noche. Antes de ayer, me di cuenta que la botella de whisky que está en la repisa de la sala está prácticamente vacía.
Fuimos en un tour al carnaval de La Vega. Sergei se bebió casi todos los tragos del brindis, enfureciendo a la mayoría de los pasajeros del bus, quienes amenazaron con dejarlo abandonado en el Típico Bonao. Lo bautizaron como la Perestroika. Se bebió La Vega. Se bebió Boca Chica. Se bebió la Romana, Herrera, La Zona, el parque Duarte. Como repite mi novia, durante la estadía de Sergei Kolejov en Santo Domingo, E. León Jimenes y La Cervecería Nacional experimentaron un repunte en sus ventas. Pero la bebida no fue tanto un problema. Hablemos de los cigarrillos. Jimmy Hungría le preguntó cuando había empezado a fumar y Sergei le respondió que a los ocho años. Según cálculos míos, llegó a fumarse alrededor de 980 cigarrillos durante su estadía en el país. Esto sin contar los tabacos. A mí me dio gripe durante esos días. A mi hermana también. Creo que también a mi novia, ya que el otro día la escuché tosiendo. Se le prohibió cargar a mi sobrina por el olor a cigarrillos que despedía. Incluso, se le indicó que bajara al parqueo a fumar y que no fumara cerca de los carros con tanques de gas.
Tanto pronto se despertaba, Sergei Kolejov sacaba un cigarro y se ponía a fumar. Mi mamá le preparaba el café y se lo bebía acompañado de cuatro cigarros. Mientras desayunaba se fumaba dos más. Durante un viaje que hicimos a Bahía de las Águilas, le pedía a Jimmy o a Chelo que se detuvieran para que él pudiera orinar, pero en vez de esto, Sergei sacaba sus cigarrillos y se ponía a fumar simulando que orinaba detrás de un muro o un cactus. En una ocasión, viendo una película en el cine, casi sufre una embolia por permanecer tanto tiempo en un lugar cerrado sin un cigarro en los labios.
Ante estos datos, la primera pregunta obligatoria es: ¿tiene Sergei Kolejov pulmones? Por supuesto que tiene. Pero lo mejor es esto, le funcionan de maravilla. Cuando vivíamos en Chicago, solíamos hacer competencias en una de las piscinas públicas para ver quién resistía mayor tiempo debajo del agua. Atravesábamos la piscina de cincuenta metros sin respirar. Sergei la atravesaba ida y vuelta. Lo que significa que nadaba cien metros debajo del agua y resistía mucho más de un minuto sin respirar. Siempre resultaba vencedor, dejándonos a Sócrates, a una rubia tetona, a mí y a todos los que se aglomeraban a mirar, estupefactos. También recuerdo una madrugada, en Milwaukee, en que Sergei salió a fumar al lobby del edificio donde nos estábamos quedando, ya que afuera nevaba sin misericordia. La alarma contra incendios se activó y Sergei se refugió en el apartamento, y a través del ojo mágico presenció, muerto de risa, cómo casi todos los vecinos descendían las escaleras en piyamas y paños menores temerosos de que hubiera un incendio en el edificio.
Por otro lado, hay que resaltar las buenas relaciones que establecía con mis amigos, vecinos y familiares. Con la gente de la calle. Con los extranjeros. Con los estudiantes de la AFS. Con los pulperos. Con los taxistas. Una mañana se desapareció por cuatro horas. Alarmado, llegué a imaginar que se había lanzado por el malecón a bañarse y un tiburón se lo había desayunado.
Lo busqué y lo busqué hasta que lo encontré jugando dominó y bebiendo en un colmado con unos zánganos. (Aquí debo aclarar que el dominó ruso se juega al revés del dominó occidental. Al contrario de este, en el ruso quien tiene menor cantidad de fichas es quien va perdiendo.) Estaba que botaba ron por los oídos. Al final, acusó a sus compinches de haberle robado sus gafas. Yo me detuve y con los brazos cruzados me planté en el colmado pidiendo que le busquen las gafas a mi amigo ruso. Incluso hasta volqué la mesa de dominó. Pero fue en vano, las gafas no las tenían ellos, sino el mismo Sergei que las había guardado en un bolsillo de su bermuda y que extrajo sin querer horas después de la discusión, cuando ya estábamos en la casa.
Mis amigos y mi familia lo extrañan. Mi mamá lloró cuando se despidieron. Isabel también. Mi papá le dio palmadas en la espalda mientras Sergei vomitaba en el baño. Mi hermana le regaló una camiseta de Santo Domingo No Problem. Mi novia le regaló un brazalete para su esposa Marina. Miguel le regaló collares y adornos para la abuela, para Marina y para su hija Margarita.
El año que viene me toca ir a San Petersburgo por dos semanas. Ya les contaré mi experiencia.