Estoy de pie, en el vestidor del gimnasio, poniéndome mi sudador rojo y mi franela de Michael Jordan. El vestidor se encuentra atestado. Una parte se encuentra sentada en los bancos de madera amarrándose los zapatos mientras otra parte está de pie admirándose en los espejos o peinándose. De vez en cuando, se aproximan otros envueltos en toallas desde las duchas y proceden a vestirse.
Candados, zippers y lockers se abren y se cierran. A mí me sorprenden dos cosas. La primera es que exista tal cantidad de hombres que consideran sexy afeitarse el pecho y meterse en las camas bronceadoras. La segunda es lo mucho que hablan los hombres mientras se están cambiando de ropa. En ocasiones se oyen buenas historias. Los gays cuentan buenas historias. Los musculosos cuentan buenas historias. Los empleados de bancos cuentan buenas historias. Historias tan buenas como la del funeral que le escuché a un empleado del gimnasio el otro día. Estaban velando a un hombre en una pequeña funeraria cuando de repente se va aproximando una caravana Reformista, encabezada por Amable Aristy. La caravana de motoristas y carros con banderas rojas va pasando por la carretera. Pasa una camioneta con bocinas enormes donde se escucha un merengue altísimo que se interrumpe para dar paso a una voz titubeante que anuncia que Amable está repartiendo pollos y cerdos en el pueblo. Poco a poco la gente sale de la funeraria tras la caravana hasta que quedan tan solo los que estaban en la primera fila frente al difunto y hasta estos al rato se marchan. Cuando todos retornan con sus pollos y sus cerdos, el difunto no está en el ataúd. Ha desaparecido.
Por supuesto en el baño de mujeres debe ser más interesante. Recuerdo haber escuchado a dos que salían del baño y subían la escalera conmigo.
- Mira, después de la operación me dolían muchísimo, y ahora me botan como un agua por los pezones. - Ay sí, a mí me pasaba eso... se me formaba una postilla y se me quedaban pegados los pezones del brassiere. - Sí, sí, a mi también.
- Eso duele muchísimo.
A mi lado se sienta un calvo y coloca su bulto hasta cubrir gran parte del banco de madera. Casi me desplaza. Por supuesto, no puedo decirle nada, debido a que aparenta tener más de 18 pulgadas de brazo.
No le presto atención. Tomo mi termo rojo, mi iPod y salgo. Al salir la música electrónica lo inunda todo. Arriba están haciendo aeróbicos y de seguro en el piso de más arriba están haciendo spinning. Las mujeres deben estar sudorosas y como la mayoría lleva maquillaje, deben brillar. Hay algunas que llevan tal cantidad de maquillaje que alcanzan a tener un color fosforescente. Hay hombres que les gustan las mujeres sudorosas y que van a los gimnasios para verlas. Esto no me lo invento. Se lo escuché a alguien hace dos días mientras tomaba una ducha.
Ahora distingo a un ex compañero de universidad que entra con un bulto negro al hombro. Evito el contacto visual. No me ve. Lo conocí en la universidad. No fue exactamente un compañero de la universidad, puesto que estudiaba ingeniería o algo por el estilo. Más bien fue un ex compañero de guagua, ya que me encontraba con él, todas las mañanas, en la parada. Realizábamos el recorrido hasta la universidad y a veces cuando nuestras clases coincidían retornábamos juntos. Siempre hablábamos de la universidad. Ambos odiábamos la universidad. Nunca supe su nombre ni él supo el mío. Ahora habla con una rubia a la que bromeando le aplica una llave de lucha libre. La suelta. La rubia sonríe.
No lo había vuelto a ver, hasta que una tarde, pasando canales en la casa de un amigo, me topo con un combate que tenía lugar en el salón principal del Hotel Jaragua. La verdad no sé mucho de esos combates donde se utilizan artes marciales mezcladas con lucha libre, boxeo y hasta pelea callejera. Aguardando al próximo luchador, veo que quien se va aproximado al ring es el sujeto que tengo ahora mismo frente a frente y que le dice adiós a la rubia.
A diferencia de ahora, se hallaba desnudo de la cintura para arriba y llevaba una trusa. Se iba a enfrentar a un oponente, de pelo largo y cara de psicópata, que si no recuerdo mal, era extranjero. Colombiano quizás. Familia quizás de uno de esos guerrilleros salvajes de la FARC. La pelea dio inicio. A diferencia de su oponente que se movía abruptamente por el cuadrilátero y pegaba unos golpes terribles, él apenas se movía y se dedicaba a esquivar los golpes y las patadas que le propinaban hasta que en un momento, le propinó una zancadilla a su adversario que lo llevó al suelo. Entonces se dedicó a aplicarle llaves, aparentemente buenas llaves, ya que cuando la cámara presentaba la cara de su oponente se podía ver con nitidez su agonía. No sé si el adversario se dio por vencido o quedaron empate, lo que sí sé es que el público se aburrió, dado que la mayoría de los fanáticos de este tipo de lucha ven estos combates buscando una violencia cruda, donde la sangre brote a borbotones de la nariz, de la boca, de la frente y se rompan suficientes huesos y se atrofien muchos más músculos. Tomo unas mancuernas y hago bíceps. Hago pecho en tres máquinas distintas. Cuando termino, subo al próximo piso y enciendo la caminadora. Corro por cuarenta y cinco minutos hasta completar los ocho kilómetros. Cuenta Katie Holmes que la última hora del maratón de Nueva York, fue la más ardua y exhaustiva de todas. Si algo la ayudó a terminar el maratón, fue la repetición continua de la canción Stronger de Kanye West y Daft Punk. Me llevo de su consejo y repito la canción una y otra vez. Al terminar, me apeo de la máquina y permanezco en los alrededores observando a las mujeres que sudan.
Bebo de mi termo y me estiro. Entonces recuerdo al tipo que se había apuntado en el gimnasio para ver las mujeres sudando. Desde donde estoy las contemplo de espaldas y de frente bajando y subiendo de las máquinas de cardio o pedaleando las bicicletas estacionarias. Escojo una al azar. Aquella que está casi en frente de mí, que corre en la caminadora y que lleva un body blanco y el pelo recogido en una cola, unos tenis reebook blancos y que tiene un culo de antología. Debe tener treinta y tantos años. En ocasiones, aumenta la velocidad y se echa a correr como una atleta y al instante la disminuye para tomar aire y beber agua de su termo. Los músculos se le tensan y poco a poco el sudor empieza a caer de su frente hasta convertirse en un chorro que va dando al piso.
Aumenta y disminuye. Se pasa la toalla por la cara y los brazos para secarse el sudor. La miro y la miro hasta que me doy cuenta de lo asqueroso de todo el asunto. Es increíble que alguien encuentre excitante observar una mujer sudando. Me seco el sudor con mi toalla y camino hasta los bebedores para volver a llenar mi termo.