Sergio González Rodríguez se pasea, como si se tratara de un parque o de una playa, por dos de las novelas en lengua española capitales de los últimos diez años. Me refiero a 2666 de Roberto Bolaño y Negra espalda del tiempo de Javier Marías.
En 2666 Sergio González Rodríguez es el personaje del periodista Sergio González Rodríguez y en Negra espalda del tiempo funciona como corresponsal de Javier Marías en la resolución de la extraña muerte de Wilfrid Ewart que murió después de que una bala atravesara su ojo derecho.
Como se me ha hecho difícil conseguir en las librerías su libro Huesos en el Desierto, basado en lo asesinatos de mujeres en Ciudad Juarez, he buscado en google y leído una serie de entrevistas y artículos acerca de este escritor que ya ha sido inmortalizado en la literatura.
Sobre el libro se ha escrito lo siguiente: Huesos en el desierto: crónica, reportaje y ensayo de historia cultural al mismo tiempo configura un dramático archivo de relatos que presenta las claves para comprender y resolver a fondo estos homicidios, así como conjeturar la geografía del mal supremo, aquel que puede entreverse desde la perspectiva de Dürrenmatt: «Nuestra razón sólo ilumina el mundo de un modo insuficiente. En la zona crepuscular de sus límites tiene lugar toda paradoja».
En una entrevista que le hace Roberto García Bonilla dice: En la psicopatía de los asesinos parece haber un elemento adicional que le otorga un grado de alevosía mayor a sus crímenes: cierto rencor social que se ensaña con víctimas pobres. El poder del narcotráfico en México, así como sus nexos con empresarios y políticos resulta algo inobjetable, tanto como el hecho de que el narcotráfico implica una estructura patriarcal, jerárquica, iniciática, caciquil, que depende del secreto, de la sangre y del sacrificio en su cruzada contra el orden establecido. La violencia extrema, es decir, la violencia de género en este caso, es uno de sus mecanismos activos, aunada a la mediación de creencias irracionalistas, como la narcobrujería, el narcosatanismo, o la fe en la Santa Muerte.
Y en esta de Osvaldo Espino responde: Roberto Bolaño escribía su novela 2666 cuando supo, a través de Jorge Herralde y Juan Villoro, que yo preparaba una pesquisa documental sobre el femicidio en Ciudad Juárez, y se puso en contacto conmigo por correo electrónico. Quería intercambiar puntos de vista sobre el tema. De pronto, me solicitaba información muy exacta sobre, por ejemplo, las armas que usaban los narcotraficantes, o bien, algunos detalles judiciales de tipo forense. Creamos una secta de dos en la que intercambiábamos datos e ideas sobre los asesinatos, o los probables asesinos. En el otoño de 2002 pude visitarle en su casa de Blanes, ya había leído Huesos en el desierto y me comunicó que yo aparecía como personaje en su próxima novela, lo que me sorprendió bastante. Fue muy generoso al reseñar mi libro, y nunca me imaginé que su vida estaba tan cerca de terminar. Meses después leí 2666 y me impresionó su magistral trama, su minuciosa reconstrucción del infierno juarense, que por razones literarias ubica en un poblado llamado Santa Teresa. Escribir aquello debió ser un ejercicio extremo para él. La trascendencia vasta de esta novela será reconocida en el futuro.
Y de repente me encuentro con una reseña que Sergio González Rodríguez realizó de Los Detectives Salvajes de Bolaño en que juzga la novela de una manera injusta, según me parece, al poco tiempo de estar haber ganado uno de sus galardones. En la segunda parte de Los Detectives Salvajes, aquella de los monólogos que se repiten uno detrás de otro, pudiéramos incluir al personaje Sergio González, que de alguna manera también se convierte en un personaje de este libro.
Noche y Día / Los detectives salvajes
Por Sergio González Rodríguez
REFORMA
(16 Enero 1999).-Todavia hasta principios de los años 80, todo mundo en el medio literario tenía una anécdota qué referir -casi siempre más próxima a la indiferencia que al escándalo- sobre un grupo de escritores -o aspirantes a escritores, a decir de muchos- que se hacían llamar los infrarrealistas. El último de sus mohicanos -Mario Santiago Papasquiaro- murió meses atrás atropellado por un automóvil en una avenida capitalina: destino fiel y al mismo tiempo aciago para quienes transcurrieron su vida en el país de la calle, los cuartos de azoteas, las cantinas, la bohemia y las cafeterías obsolescentes.Fueron devorados uno tras otro por una ciudad que crecía ajena a sus presunciones de tardío vanguardismo: el anhelo de llevar la revuelta poética a la vida cotidiana. Tal militancia en las ilusiones perdidas los llevó a oponerse al establishment de nuestra vida literaria. Solían llegar a tertulias de escritores prestigiados en sitios públicos o privados y colarse para representar algún performance, o sabotear a gritos desde el sillerío de los espectadores alguna lectura o acto literario. Una vez lo hicieron con Octavio Paz y éste se les puso al brinco. Otra vez Carlos Chimal debió enfrentarlos con una pluma de escribir en la mano, y luego se quejaron de que los había intimidado con un cuchillo -en el delirio toxicómano, es comprensible, las cosas se vuelven proteicas.
Esas y otras historias estarían condenadas a persistir sólo como tema insólito de charla o memoria afectiva entre quienes convivieron con los infrarrealistas, de no ser porque ahora ha llegado a México la obra que ganó el Premio Herralde de Novela 1998, Los detectives salvajes, del chileno Roberto Bolaño, que está dedicada a rendir un anti-homenaje a ese grupo y usar su caso para elaborar un retrato de humor feroz sobre las andanzas reales y ficticias de uno de los últimos resabios vanguardistas en América Latina.
El Premio a Los detectives salvajes se explica en parte por el gusto actual en España por los relatos de costumbrismo retro o rescate de la memoria extraviada. O por la tendencia a la sobrepaginación de los libros y el éxito comercial del pintoresquismo localista y divertido. Roberto Bolaño registra de primera mano la vida literaria de la Ciudad de México de los años 70 a partir de las andanzas de un grupo denominado los real visceralistas, que giran en torno de dos personajes: Ulises Lima y Arturo Belano, a su vez inmersos en una pesquisa seudodetectivesca acerca de una ignota poeta, Cesárea Tinajero.
Alrededor de éstos, se urde una red de personas, voces, relatos abigarrados que sirven para que el narrador despliegue sus mejores aptitudes: la exactitud en lo cómico o absurdo; la ironía ante la estupidez, la ignorancia y las pretensiones fallidas; el sarcasmo que devela el juego de cortesanías, jerarquizaciones y rigideces de la sociedad literaria mexicana. Asimismo, la novela es un registro alucinante del habla y las pláticas de cantina de 20 años atrás.
Así retrata Roberto Bolaño a un típico real visceralista: “Ernesto San Epifanio dijo que existía literatura heterosexual, homosexual y bisexual. Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos, deduzco, eran bisexuales, aunque esto no lo dijo. Dentro del inmenso océano de la poesía distinguía varias corrientes: maricones, maricas, mariquitas, locas, bujarrones, mariposas, ninfos y filenos. Las dos corrientes mayores, sin embargo, eran la de los maricones y la de los maricas. Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica”.
Los detectives salvajes está narrada a partir de dos perspectivas: la del diario de Juan García Madero, un poeta adolescente que se incorpora al grupo cuando éste ya se ha vuelto legendario en los bajos fondos de la literatura capitalina; y la de decenas de protagonistas laterales que entrecruzan sus historias para documentar la existencia del grupo y sus líderes, Lima y Belano. Por lo tanto, las voces transitan por la Ciudad de México, Santiago de Chile, Madrid, Barcelona, París, etcétera.
Roberto Bolaño conoce bien la literatura mexicana, y aparte de emplear los nombres de Octavio Paz, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y muchos otros en momentos humorísticos o como pretexto de burla, su novela expresa una curiosa mezcolanza ya no sólo de José Agustín y Gustavo Sáinz -desenfado adolescente, lenguaje coloquial, hallazgo de la sexualidad, avidez de la lectura…-, sino de, por si aquellos fueran insuficientes, Carlos Monsiváis, figura circular en sus páginas.
Mediante los recursos de la parodia y el pastiche -ni modo: lo postmoderno se impone aún-, el narrador moldea el no-suspenso de la novela, porque ésta se funda en la falsa intriga hacia un desenlace condenado de antemano al fracaso. Como si se quisiera perseguir el camino, no el destino. Y el camino de Los detectives salvajes se construye con un avasallador acopio de ingenio y reiteraciones que terminan por desbalancear la novela, y la llevan al tránsito del entusiasmo al sopor que nace ante la verborrea ajena. Lo bueno -o lo malo- está en que sólo permanece en el lector el brillo de párrafos, episodios, ocurrencias magníficas. De hecho, la primera parte, “Mexicanos perdidos en México (1975)”, vale toda la novela. Ni modo: esto se llama muerte por desmesura.