Había en la década del ‘60 un personaje que se atribuía a sí mismo una responsabilidad tan importante, que varios intelectuales del bar La Paz le habían hecho una credencial en cuero y dorado para que se identificara en cualquier circunstancia, con la foto de él y el cargo; y este personaje -impecablemente vestido- que recorría la calle Corrientes, en Buenos Aires, para intervenir en cualquier alternativa en que se necesitara una autoridad, cuando veía que algo estaba pasando en un operativo policial, judicial, municipal o militar, intervenía inmediatamente para poner las cosas en orden, mostraba su maravillosa credencial y se identificaba: “Soy el Presidente del Mundo”. El conocido escritor Manuel del Cabral tenía la costumbre de recorrer las librerías de la calle Corrientes, también en Buenos Aires, hacerse pasar por interesado lector, y de esa manera, tomando uno y otro libro, colocar los suyos propios adelante o encima de todos los demás. Pero un día el Presidente del Mundo - que también recorría diariamente la calle Corrientes en prevención de irregularidades- se dio cuenta de la maniobra, y por esa razón ambos discutieron agriamente en la puerta de una librería, hasta que el Presidente del Mundo, que era grandote, ante la obstinación y la facilidad de palabra de Manuel del Cabral, se puso nervioso y le tiró una terrible trompada, y como Manuel del Cabral se agachó, rompió estruendosamente la vidriera del viejo librero Palumbo, ante lo cual los dos se asustaron y salieron corriendo a toda velocidad.