El año pasado, en una breve conversación que tuve con el escritor norteamericano Rick Moody, le pregunté si conocía a la nueva generación de escritores hispanoamericanos y qué le parecía. Rick Moody sonrió y me respondió que había leído a Rodrigo Fresán, que es un gran amigo y que hacía poco había leído con mucho agrado y admiración la novela Jardines de Kensington. Yo no había leído Jardines de Kensington. Conocía a Mantra y los cuentos y artículos de Fresán. Pero no había leído Jardines de Kensington. Y mientras Rick Moody la elogiaba yo me preguntaba por qué diablos no había leído Jardines de Kensington.
Hace unos días, un amigo me prestó la novela y desde entonces la he estado leyendo. Inmediatamente la tuve entre mis manos, reflexioné acerca de la costumbre que tienen los libros de Rodrigo Fresán de no aparecer nunca en las librerías de Santo Domingo.
En la portada de Jardines de Kensington, se divisa a Michael Llewelyn Davies, disfrazado de un agreste Peter Pan. La foto fue tomada por James Matthew Barrie con la intención de buscar un modelo para la estatua de Peter Pan que iban a erigir en los jardines de Kensington. Michael Llewelyn Davies sostiene un palo y mira a la cámara como si estuviera repitiendo en la cabeza el mantra de Peter Pan: no voy a crecer, no voy a crecer, no voy a crecer, y estuviera a punto de golpear a alguien si le plantea lo contrario. Podemos decir que la novela Jardines de Kensington es el largo monólogo de un escritor de novelas infantiles llamado Peter Hook. En casi cuatrocientas páginas, leemos los balbuceos de un escritor psicópata que a través de la excéntrica vida de J. M. Barrie, el afamado escritor escocés, va ensamblando su pasado, como si se viera en un espejo y la imagen que le devolviera la hoja del espejo fuera la de Barrie. Con esto como pretexto, Peter Hook cuenta y cuenta durante toda una noche, su vida y la vida de J. M. Barrie y sobre todas las cosas, la vida de Peter Pan, aquel niño que se rehusó a crecer. Como trasfondo a este dilema, aparece la ciudad de Londres, un Londres victoriano de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, que Rodrigo Fresán alterna con los Swinging Sixties y la época actual.
A través de un sinnúmero de páginas, se encuentran y desencuentran figuras primordiales de la cultura inglesa. Son hilarantes las apariciones de Bernard Shaw, J. M. Barrie y G. K. Chesterton disfrazados de vaqueros, de Cat Steven como niñera, de Bob Dylan vomitando en la habitación de los niños, de Allen Ginsberg dando vergüenza ajena, de The Beaten (aka) the Beaten Victorians (aka) The victorians como los rivales por antonomasia de los Beatles, de la grabación de A Day in The Life y la premisa de que quizás el reloj que se oye en dicha canción es el que está en el estómago del cocodrilo, enemigo del Capitán Hook, que aparece en la obra Peter Pan y que representa el tiempo o la muerte, que es prácticamente lo mismo.
En una entrevista, Rodrigo Fresán enmarcó su obra dentro del realismo Lógico, movimiento que se inventó él mismo y del que se considera único miembro. Pensemos en Rodrigo Fresán como heredero del elemento más rico y caracterizador de la literatura argentina: el cosmopolitismo. Muchos han calificado a Rodrigo Fresán como un Borges Pop, al tiempo que otros lo consideran el novelista más prometedor de la actual literatura latinoamericana. Sea lo que sea, Rodrigo Fresán se ha ganado el puesto de imprescindible.
En la página 39 de Jardines de Kensington escribe: Los libros como punto de fuga, como sitio desde el cual descolgarse y dejarse caer y salir corriendo para adentrarnos sorpresivamente ágiles y veloces en el bosque. No es casual, pienso, que los libros están hechos con la carne de los árboles y que las bibliotecas, finalmente, acaben convirtiéndose en bosques petrificados, en ramas y raíces que se hunden en nosotros y florecen en nuestra imaginación.
Leamos Jardines de Kensington pensando en lo anterior.