lunes, 14 de enero de 2013

Un niño mexicano



por Frank Báez 
 
A mi mamá le gusta recordar que fui un niño mexicano. Si le insistes mucho, te cuenta cómo al mudarnos a Santo Domingo, yo le pedía con acento mexicano y lágrimas en los ojos que me llevara de vuelta a casa. Por supuesto, a la casa que me refería no era en sí una casa, sino un apartamento ubicado próximo al parque Obregón de Ciudad de México donde viví junto a mi familia los primeros cinco años de mi existencia. Supongo que al mudarnos extrañé mi vida en México, como le podría ocurrir a cualquier niño en las mismas circunstancias, pero no creo que haya sido de esa manera tan dramática a la que se refiere mami. No me tomó mucho adaptarme. Al poco tiempo perdí el acento y fui olvidando rostros, lugares y todo lo relacionado con México. Pasó un año. Luego otro. Entonces México apareció en los noticiarios y en los periódicos. Un terremoto de más de ocho grados en la escala de Richter había destruido gran parte de Ciudad de México. La cifra de muertos aumentaba a medida que pasaban los días. Todos los noticiarios hablaban del terremoto. Cuando pasaban imágenes del desastre, mis padres reconocían lugares por los que habían paseado y se emocionaban.

Recuerdo un reportaje que nos impresionó mucho. Se trataba de un recién nacido que rescataron de los escombros de un hospital. Aparentemente, uno de los rescatistas cavaba entre los restos, cuando distinguió un cuerpecito. Alertó a todos de su descubrimiento. Entonces, mientras lo iban sacando, se silenciaron las grúas y otras maquinarias, de modo que se pudo escuchar con claridad el llanto del bebé. Si recuerdo bien ese reportaje es debido a que terminó inspirando a mi mamá a realizar una colecta en el barrio. Con ese fin, me llevó consigo por todo Miramar. La idea era recolectar una cantidad significativa para llevarla al programa del Gordo de la Semana donde realizarían ese domingo una telemaratón para los damnificados de Ciudad de México. Con tal de que los vecinos se animaran mi mamá solía decirles que yo estaba traumatizado tras haber visto por televisión el derrumbe de la ciudad en que había crecido. Esto sumado a las horribles fotos que aparecían en los periódicos resultaba suficiente para que los vecinos colaboraran.

El domingo siguiente fuimos con el dinero recolectado a Color Visión. Mi mamá lo había metido en un sobre amarillo que me hizo sostener. Insistía en que yo era la persona idónea para entregarlo. Mientras mis padres esperaban entre el público, una señora que  me condujo de la mano al camerino procedió a maquillarme. De ahí me indicó una fila y yo me puse al final, detrás de una señora que no paraba de preguntar por Freddy Beras Goico -el presentador del Gordo de la Semana- a todos los técnicos que nos pasaban por el lado. La fila se extendía hasta el set de televisión. Agarré con fuerza el sobre amarillo para darme valor. Cuando la señora atravesó la puerta pude ver las luces y parte del set, a los camarógrafos manipulando sus cámaras y al público en el fondo. Unos metros más allá estaba el carismático presentador recibiendo las donaciones. Un técnico le hizo señas a la señora para que avance. Ella abrazó a Freddy Beras Goico y le entregó unos pesos envueltos que este luego metió en una especie de tómbola. Cuando la señora se marchó, el técnico me dijo que caminara. Alcancé a ver a mis padres en medio del público. Freddy Beras Goico era tan gordo que cubría gran parte del set. Debía pesar casi cuatrocientas libras. Primero me estrechó la mano y luego murmuró que dijera mi nombre y apellido con fuerza. Esto me causó tal confusión que en vez decir que el dinero era una colecta que habíamos hecho en el barrio Miramar para los damnificados del terremoto, como había practicado con mis padres, apenas pronuncié mi nombre y apellido. Hoy comprendo que lo hice para no contradecir al obeso presentador. Nadie lo contradecía en su programa. Acto seguido, le entregué el sobre y avancé hasta donde estaban mis padres quienes se habían llevado las manos a la cabeza como si estuviese a punto de desencadenarse otro terremoto.

Y así fue. Esa misma noche se apersonaron en la casa cinco doñas que estaban que botaban chispas. Su hijo es un descarado, repetían como en un coro griego, es increíble que haya mencionado el nombre suyo y no el del barrio. Fue que se confundió, mi mamá me defendía, pero las doñas querían ver sangre o que por lo menos me dieran una pela enfrente de ellas. Es sólo un niño, añadió mi papá malhumorado. Pero no uno mexicano, replicó con malicia doña Esperanza, la mamá de Guillermito, y me dieron ganas en ese momento de darle una trompada a Guillermito. Mi mamá alegó que en ningún momento dijo que yo era mexicano y que lo que sí comentó era que yo había crecido en México. Explicó que había la posibilidad de que naciera en México, pero que ella y mi papá por orgullo patriótico decidieron que naciera en la República Dominicana. Estaba en lo cierto. Mi mamá viajó a Santo Domingo cuando estaba embarazada de cinco meses para dar a luz acá. A los dos meses de mi nacimiento viajamos de vuelta a México donde estuve hasta poco después de cumplir los cinco años. Como las doñas no respetaban las razones de mi mamá, esta terminó perdiendo el control y sacando a las doñas a insultos y empellones de la casa.

En lo adelante, no se volvió a hablar de México. Pasaron años y hasta décadas. Hace un tiempo mi papá me preguntó qué recordaba de Ciudad de México. Al darse cuenta que no tenía ningún recuerdo propuso que viajáramos allá en busca de mi infancia mexicana. La idea era que mis padres me llevaran a los sitios que recorrimos en los ochenta a ver si lograba hacer alguna conexión con ese pasado extraviado. Lamentablemente, aún no hemos llevado a cabo la excursión. Sin embargo, hace unos meses, participé en un evento en Monterrey. Para el viaje de vuelta me tocó hacer escala en Ciudad de México. El avión alcanzó el valle temprano en la mañana. Bajo un cielo limpio de nubes, surgió de pronto la gigantesca ciudad en la ventanilla. Por supuesto, la recorrí casi toda con la mirada, como si existiera la posibilidad de que recordara algún rincón de mi infancia mexicana. Estaba tan hechizado que fue como si despertara de un sueño cuando la azafata me tocó el hombro y me pidió que me abrochara el cinturón de seguridad para el aterrizaje.




Esta crónica fue escrita para el suplemento Laberinto no. 500, en un especial que dedicaron a crónicas de familia. Se titula "Un niño mexicano" y se encuentra en la página 6:   http://issuu.com/laberintomilenio/docs/laberinto-500?mode=window