por Luis Beiro
Me gusta este libro porque sabe reinventar. Se nos mete en la piel y nos revuelve la reprimida inconsecuencia en favor de la lectura. Sin poses, ni florilegios ni edulcorantes: aquí hay una voz demasiado cercana al mundo que vivimos que no teme desvertirse ni desvestirlo. Este es un libro sin blasones desfazados ni cadencias deslumbrantes. Aquí no se invoca la politiquería ni el patrioterismo rampante. Por eso le celebro, le canto y le “pongo a valer”. Frank Báez escribe de memoria. Parece que los versos le nacen de su propio sobresalto frente al caprichoso diarismo. Sabe abofetarnos y rompernos la paciencia. Nos cambia de ciudades como quien se quita la camisa, porque no busca la belleza dentro de las rosas, sino en el mismo fondo del sentido trashumante. Por eso nos canta con estrofas que Baudelaire hubiera bendecido y que este tiempo le sabrá agradecer. Este fragmento de su poema “La pelota que lancé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo”, es un ejemplo de cómo llega el canto a partir de un desenfado: “Ya tengo treinta años y todavía necesito/ dos pulgadas para alcanzar los seis pies./ En vez de llegar a la NBA me mudé de barrio/ y ahora juego dominó/ en donde da lo mismo si eres enano”. O en su texto a METALDOM reluce su crítica a la suciedad medioambiental de la ciudad: “Pongámoslo claro, tú nunca serás/ la General Motors/ y yo nunca seré García Lorca./ Tú seguirás envenenando estos barrios/ con tu humo y yo escribiendo versos/ en este teclado”.
Sus versos son cultos y sabios. Saben provocar, destapan emociones encontradas y sacan a la luz los desfasajes conceptuales que tenemos sobre lo que debe ser y no debe ser la poesía. Por eso me gusta este libro. Deshace entuertos, aplasta fósiles y saca a la luz lo que otros temen exhibir. A fin de cuentas es su voz, su estilo, su certidumbre. Su manera de ser distinto y de trascender. A la poesía dominicana le hacía mucha falta esa voz, esa irreverencia, ese constante ardid. Me gusta este libro, y he escogido un poema de esos que nos erizan la piel y (valga el lugar común), nos ponen los pies de punta: “Un día de estos serás un cadáver/ y no podrás escribir más poemas/ pero mientras tanto siéntate y espera,/ escribe y espera y escribe pensando/ que este es el último poema./ Robert Frost cuenta del camino que tomó en un poema,/ sabiendo que todos los senderos conducen al mismo bosque/ y que en este caso el bosque es la metáfora de la muerte/ a la que nos dirigimos como Hansel y Gretel/ dejando migas de pan para volver a casa/ así los poetas dejan sus poemas/ aunque los pájaros se coman las migas de pan/ y los editores ya no publiquen poetas”.
Pero ante todo, le sugiero al lector que consuma sus redimidas “Postales”, esos humeantes versos agrupados en la última sección del libro que destilan humor del bueno y que van directo contra el corazón de los oráculos. Esos breves “pies de fotos” o “notas escritas al reverso de una imagen” bien valen la pena. Un aplauso también para “Ediciones de a poco” y para el grupo de amigos e instituciones que colaboró en su edición e impresión. Este libro es de los que quedan, de los que corren alrededor de la memoria como atributos de disfrute.