Por
Frank Báez
Mi
nombre es Frank Báez y nací en Santo Domingo, en la República Dominicana, hace
ya muchos años. Empecé a escribir a los 16 cuando mi padre me leyó un poema de
Dylan Thomas. Es uno de mis recuerdos predilectos y cada vez que me preguntan
sobre mi primer encuentro con la poesía suelo compartirlo.
Acabábamos
de almorzar y mi padre tenía el primer tomo de las obras completas de Neruda en
las manos. Tras leer un poema se levantó y fue a su biblioteca. Al regresar
trajo consigo un libro negro que mostraba en la portada a un muchacho de la
misma edad que yo tenía entonces. Antes de iniciar la lectura me explicó que el
autor era un poeta galés que antes de cumplir los cuarenta se bebió dieciocho
whiskies seguidos una noche en Nueva York y cayó en un coma profundo que lo
mataría.
Tras
esa fascinante introducción leyó el poema. Los primeros versos no me
sorprendieron, pero cuando leyó uno que reza “la mitad del mundo es del demonio
y la otra mitad es mía”, sentí que el poeta galés le había puesto palabras a
toda mi juventud. Ese verso fue la
contraseña que me abrió los portones de la literatura, y yo entré fascinado,
sin importar que los portones se cerrasen tras de mí, engulléndome por siempre.
El
impacto fue tal que durante meses no hacía otra cosa que leer y escribir.
Entonces no compartía mis poemas, era una cosa mía, personal, privada, hasta
que un buen día conocí a un señor de lentes que dirigía una revista literaria. Vetas
se llamaba la revista y ahí publiqué mi poesía por primera vez.
Poco
a poco fui conociendo a poetas bisoños y hacíamos lo que hacen los poetas
bisoños: criticarlo todo. También leíamos libros de otras latitudes y
lamentábamos carecer de obras similares en el canon literario dominicano. Como
diría un poeta modernista de principios del siglo pasado, la buena literatura
venía allende los mares. Pero no solo era puro esnobismo. Más bien tiene que
ver con esto que plantea V. S. Naipaul en uno de sus textos: “Deseaba ser
escritor; pero junto a aquel deseo, adquirí la conciencia de que la literatura
que me lo había despertado procedía de otro mundo, muy alejado del nuestro”.
Dicho vacío de referentes nacionales lo empezábamos a percibir a medida que
retratábamos nuestro entorno. No teníamos referentes narrativos, no había una
literatura escrita con nuestro lenguaje cotidiano, no teníamos escritores que
nos dieran pautas, a quienes emular, en pocas palabras, no teníamos guías en el
complejo y oscuro camino literario, por lo que desde temprano tuvimos que
asumirnos como vanguardistas, ese concepto que los artistas modernos le robaron
a la milicia.
Ya
que íbamos a la vanguardia continuamente sufríamos bajas. Pienso en un poeta
talentoso, un amigo muy cercano, que luego de escribir un poemario, traducir un
libro de Lawrence Ferlinghetti y autogestionar ambas publicaciones, emigró a
Estados Unidos. Ahí fue engullido de un bocado por la ciudad de Nueva
York. Al igual que mi amigo, muchos
escritores y poetas emigraron. La mayoría abandonó la poesía por siempre. Los que
persistieron ingresaron en la academia y unos pocos continuaron escribiendo con
el sabio consejo de Stephen Dedalus —“exilio, silencio y astucia”— en la mente.
Bueno,
este no es un fenómeno nuevo en el Caribe. Tan solo hay que pensar en todas
esas novelas de formación que cierran con el escritor o la escritora en ciernes
abandonando su isla natal para emprender una nueva carrera en el continente.
Pensemos
en el haitiano Danny Laferrière o el trinitense V. S. Naipaul, quienes quizá no
hubieran hecho la literatura que hicieron si no hubiesen abandonado sus
respectivas islas. A los 23 años Laferrière tuvo que exiliarse para no correr
la suerte de su amigo periodista Gasner Raymond, quien fue asesinado por los
Tontons Macoute. Su padre se había exiliado debido al régimen de Papa Doc. En
su libro El enigma del regreso, el
autor bromea que a su padre lo exilió Papa Doc y a él Baby Doc. Dicho libro lo
escribe tras la muerte de su progenitor y tras una larga reflexión que lo lleva
a tomar la decisión de regresar a su patria, una reflexión, por cierto,
totalmente distinta a la que emprende en El
enigma de la llegada, el trinitense Naipaul que cuando abandonó por siempre
su isla con una beca de estudios lo hizo con una sonrisa en los labios.
Yo
me fui becado a los Estados Unidos. De hecho, con esa posibilidad que se me
presentaba estaba abocado a dejar la literatura y a empezar un doctorado en
sociología. Pero tras un breve periodo decidí regresar al país.
A
mi retorno me topé con un panorama más desolador. Las revistas y los
suplementos literarios donde publicábamos nuestros poemas habían desaparecido.
Lo mismo ocurría con las librerías. En esa época presenciamos cómo una de
nuestras librerías principales se transformaba en spa y salón de belleza. ¿De
qué manera uno podía difundir su poesía en este medio? Pero no solo eso, ¿cómo
uno se enteraba de las tendencias literarias del mundo? Comprendí entonces que
era tiempo de tomar el toro por los cuernos.
Junto
a Giselle Rodríguez Cid emprendimos la tarea de editar una revista de poesía.
Nuestro interés era hacer una revista impresa, pero para eso necesitábamos
inversionistas y no dimos con ninguno que estuviese interesado en derrochar
dinero en cosas culturales. Así que nos decantamos por una revista virtual, una
que aprovechara todas las posibilidades y novedades que ofrecía el internet de
entonces. La bautizamos Ping Pong
para de ese modo reflejar el intercambio literario entre lo nacional y lo
internacional, que llevamos a cabo durante los cinco años que duró la revista.
Pese
a su relativo éxito, era más leída y consultada en el exterior que en el país.
Así que la gran problemática persistía, ¿cómo podía difundir mis trabajos en el
país? Por ese tiempo conocí al poeta Homero Pumarol, quien regresaba de México
y que ante la falta de editoriales y medios de difusión se rompía la cabeza
buscando modos de dar a conocer sus creaciones.
Para
que se entienda un poco la situación les compartiré una anécdota. A mí me
habían incluido en una antología de poesía dominicana. El día del lanzamiento
de la antología el público estaba compuesto por los poetas seleccionados en la
antología. La dinámica fue la siguiente: te llamaban, te daban el libro y tú
leías el poema seleccionado. Parecía como una entrega de diplomas del colegio.
La cosa es que nadie se quedaba: tan pronto leían se marchaban con el libro
bajo el brazo. No había respeto ni curiosidad por quienes seguían. Como yo era
el más joven de la antología y aparecía de último, me tocó al final y cuando
leí no había nadie en el salón.
Homero
y yo discutíamos sobre ese desinterés, ideábamos formas para conquistar un
nuevo público y repetíamos a cada rato la famosa frase de Walt Whitman: “para
tener grandes poetas, debe haber grandes audiencias”. Un día decidimos realizar
un recital en un bar, hicimos un afiche y en vez de incluir nuestros nombres
optamos por titular el evento de la siguiente manera: “El Hombrecito is back”.
¿Quién era El Hombrecito y por qué estaba de
vuelta? Nadie sabía. Sonaba tan descabellado que nos encantó. Sin embargo, lo
que realmente fue desquiciante es que cobramos la entrada. Imagínense, cobrar
entrada para asistir a un recital de poemas en una época en que la gente le
rehuía a la poesía como si fuera un emprendedor de un esquema piramidal. Pero
bueno, de una manera misteriosa que hoy seguimos sin comprender, la táctica de
cobrar la entrada funcionó, el bar se llenó de gente y Homero y yo terminamos
la noche forrados de dinero.
Acabamos
convirtiéndonos en una especie de banda que mezcla la música con la poesía
—junto a los músicos Ángel Rosario, Fernando Soriano y Marino Peña —,
y que a la fecha ha grabado tres discos y se ha presentado en Europa, Estados
Unidos y Latinoamérica.
He
hecho hincapié en las frustraciones y los infortunios que implican difundir la
obra en el Caribe, pero debo señalar que a nivel personal el acto de escritura
ha sido siempre estimulante y en ocasiones hasta me ha provocado felicidad. Claro,
esto no significa que su ejecución sea cien por ciento placentera, más bien es
como una hazaña, una aventura riesgosa y apasionante similar a la de los
piratas del siglo 17, donde lo que realmente importa es el recorrido más que el
botín o el tesoro que uno ha de obtener al final.
Mencioné
arriba que en nuestros inicios mis amigos poetas y yo éramos como vanguardistas
porque marchábamos en dirección hacia el vacío. Esto me hace pensar en algo que
planteaba Derek Walcott. El premio Nobel argumentaba que mientras los poetas
europeos sufren de la angustia de las influencias y del fardo de la tradición,
nosotros, los isleños, los habitantes de las excolonias, tenemos la libertad de
saquear varias culturas como piratas y con ese material nutrir nuestras obras.
Es decir, podemos ensamblar nuestros poemas y nuestras novelas con piezas de
otras culturas y lenguas sin miedo a perder nuestra identidad, que se va
forjando a medida que tomamos lo foráneo y lo replanteamos. Aunque a mí me
parece que no es algo propio de los escritores caribeños, más bien es algo
inherente a la condición del poeta que pone en crisis todo, especialmente su
instrumento: el lenguaje.
Antonio
Machado planteó con mucha lucidez que los poetas hacen camino al andar. Hay una
imagen similar en una de las novelas de Vladimir Nabokov. El escritor ruso se
imagina a los poetas avanzando con botas en el camino del tiempo, botas
embarradas no de lodo ni de sangre sino de tinta negra y con esas botas
embarradas de tinta negra los poetas avanzan en dirección al vacío que se va
llenando inmediatamente lo pisan.
Leído el 21 de octubre del 2021 en el
ciclo literario "Voces de la República Dominicana", organizado por la
embajada de la República Dominicana en la India y el Instituto Cervantes de
Nueva Delhi.