martes, 12 de octubre de 2010

Rosario (2)

César Aira no ha respondido. Le echo un vistazo a la pantalla de la laptop. Varios emails de facebook. Invitaciones sin sentido. Ninguna de las cuales pertenecen a César Aira. Hace una semana le escribí un email al escritor argentino para ver si nos reuníamos a tomarnos un café. Pero no respondió. He intentado con varios emails sin recibir respuesta alguna. La última dirección me la dio Washington Cucurto mientras cenábamos en un restaurante de Constitución lleno de escritores y de cecilias.
-Escribile y no le menciones que lo quieres entrevistar.
-¿Es reservado?
- No, che, para que no te pida dinero.
-¿Pide mucho dinero?
-Boludo, estoy bromeando.
-¿Qué le escribo?
- Decile que eres un poeta dominicano. Que eres un poeta joven dominicano.
Así que llevándome de Cucurto le escribí diciéndole que un joven poeta dominicano estaba interesado en invitarle un café. Fue poco después de enviarlo que me di cuenta de que sonaba un poco gay. Aparentemente, lo es, porque han pasado los días y no he recibido ninguna respuesta.
La laptop se queda sin carga. Trato de enchufar el cargador, pero me doy cuenta de que necesito un adaptador. Estos países europeos, digo moviéndome de un extremo a otro de la habitación. Llamo a recepción y me explican que por el adaptador cobran once pesos. Súbanlo, les digo. Entretanto chateo un rato hasta que la laptop se apaga por falta de energía y del adaptador que nunca suben.
Así que sin más que hacer me doy una ducha y bajo a dar un paseo por Rosario. Ya ha anochecido. Paso un dedo por las fachadas. Las siento frías y rugosas. Paso posadas, locutorios, tiendas, semáforos, taxis negros con amarillo, perros negros y marrones, fachadas derruidas y edificios modernos desde donde baja o sube una rosarina con ropa de hacer gimnasia. Como es lunes muchos de los restaurantes y pubs están cerrados.
Entro en la primera heladería que veo. Pido una cajita de ocho pesos.
-¿Qué sabor?
-De frutilla.
-Son dos sabores.
-Ah bien, deme el otro de fresa.
-¿Fresa? No tenemos fresa.
- Ah, dulce de leche entonces.
Me siento a comerme el helado confirmando lo que Irene había dicho acerca de la reputación que tenían las rosarinas. Y no sólo es eso, sino que en todas partes sólo se ven mujeres. Parece como si la ciudad tuviese un ladies night. Además, la temperatura es tan agradable que cuando salgo de la heladería me bajo el zipper del buzo y hasta pienso en quitármelo y enrollármelo en la cintura. Sigo de largo una calle, luego bajo por otra, hasta que alcanzo una avenida tras la cual se ve una terraza con parejas y más adelante una especie de malecón. De pronto veo una corredora. Luego otra, otra, otra y otra. Y otra más. A medida que alcanzo la terraza y el parque se multiplican. Sigo caminando y me topo con otra terraza y un boulevard y más rosarinas trotando. Como mis conocimientos en geografía argentina son pésimos, me sorprendo de que más allá de las rosarinas que trotan se vea el mar. Me aproximo poco a poco hasta que distingo en su majestuosidad las luces de la costa a la derecha y enfrente el mar oscuro. ¿Es el mar? Tiene que ser porque del otro lado no se aprecia ninguna luz. Al principio, me pregunto por la ausencia del característico olor salado, pero debido a la gripe, se me dificulta dar un veredicto. Pienso en preguntarles a las mujeres que caminan si se trata de un mar o de un río. Pero prefiero quedarme en mi ignorancia. A medida que avanzo, le echo un vistazo a la ciudad franqueada de torres modernas de treinta y cuarenta pisos con sus luces prendidas. Es una ciudad grande, digo. Me salen al paso terrazas donde parejas beben vino y más adelante el reguero de rosarinas ejercitándose en grupos de tres o cuatro, de las cuales me llegan sus conversaciones, en su mayoría quejas de que no cogen lo suficiente y de que ni los paraguayos las piropean. Paso terrazas en las que resuenan los tangos y las canciones románticas. Me llama la atención uno que está justo enfrente de un gimnasio donde yo, al igual que las parejas de la terraza, nos entretenemos viendo a varias rosarinas haciendo kick boxing. De repente el viento sopla y no tengo más remedio que subir el zipper de mi buzo y avanzar hasta un negocio donde pido una hamburguesa y una quilmes. Ahí, rodeado de turistas y parejas, luzco como un viudo, aunque esto, por supuesto, no impide que de tanto en tanto alce mi quilmes y brinde por el mar, por las minas y por los ingenieros de Rosario.