lunes, 11 de octubre de 2010

Los primeros dos capítulos de "En Rosario no se baila cumbia" de Frank Báez

1
Después de un piquete de casi tres horas en la ruta, el ómnibus avanza y en menos de cuarenta minutos estamos en Rosario. Al principio, los terrenos baldíos dan paso a hileras de casas bajas y mal construidas. A medida que avanzamos van apareciendo edificios y el tránsito se va poniendo pesado. El ómnibus pasa debajo de un elevado donde se lee “Bienvenido a Rosario”. Aprovecho y le comento esto a la pareja de rosarinos del asiento del lado que se desperezan. Se trata de Fabio e Irene, una pareja cuarentona que han vivido en Rosario casi toda su vida. Fabio es tan gordo que rehusó abrocharse el cinturón de seguridad para poder comerse con tranquilidad los sándwiches que Irene, su pecosa mujer, preparó y que trajo en una bolsa. Están deliciosos. Me comí uno mientras esperábamos en el piquete. Quisiera pedirle otro, pero no quiero que Fabio se moleste.
Irene habla de Rosario con el entusiasmo de una guía turística. A cada minuto, repite que las rosarinas tienen la reputación de ser las más lindas de toda Argentina. Se refiere a modelos, a reinas de belleza, a presentadoras de televisión, a cantantes y demás mujeres que nunca he oído mencionar en mi vida. Fabio se une a la conversación. Luego de escuchar par de clichés sobre Rosario, Fabio señala el cristal y asegura que la parte que atravesamos es la parte más insípida de la ciudad.
- Colega, hágase como que no ve estos arrabales. Esto es lo que no sale en las postales. Ya sabe.
Lo de colega se debe a que cuando Fabio me inquirió sobre las razones de por qué iba a Rosario tuve la ocurrencia de decirle que iba a un congreso internacional de ingenieros civiles. ¿Por qué no le dije que me invitó el XVIII Festival Internacional de Poesía de Rosario, que organiza la ciudad y una serie de instituciones? ¿Por qué no le dije que era poeta en vez de decirle que era ingeniero civil? No sé. Quizás porque no quería que Irene me hiciera recitarle un poema. ¿Quién sabe? La cuestión es que al decirle esto, Fabio contestó con orgullo que también era ingeniero. Ingeniero civil. Que coincidencia. En un principio, pensé en decirle que venía a un congreso de psicología, pero tuve miedo que uno de ellos resultara ser psicólogo, o que se tratara de una pareja de psicólogos, lo que no es raro en Argentina donde hay suficiente psicólogos para tratar las neurosis del resto del mundo.
-Che, primera vez que escucho del seminario - expresó Fabio consternado.
-¿En serio? – le contesté fingiendo sorpresa – Quizás como estaba en Buenos Aires.
-Sólo pasamos dos días – respondió Irene - Visitando la nena que empezó en la facultad de medicina. Quiere ser pediatra.
- Es que no se comunican – la interrumpió Fabio. - Son unos pelotudos. En esta época de satélites, de celulares y de internet. ¿Que tan difícil es difundir un evento de tal envergadura? Hacer una llamada. Mandar una carta. Un email.
Fabio aguardó a que me quejara. Al quedarme callado no tuvo más remedio que proseguir.
- Mirá, yo pertenezco al CIR desde hace veinte años.
-¿Qué es el CIR?
- El Centro de Ingenieros de Rosario.
Buscó en su cartera y extrajo un carnet que me pasó y le devolví al instante.
-¿Vos sabes quien organiza ese evento?
Solté el primer nombre que me vino a la cabeza.
- Horacio Galli.
- ¿Quién?
- Sí – dije con más firmeza -, el ingeniero Horacio.
- No recuerdo ningún ingeniero Horacio. ¿Y vos?
- No – contestó la señora.
- Es que no es de Rosario. Espere le paso la tarjetita.
Horacio es el amigo que me ofrece alojamiento en Buenos Aires, quien resulta que es ingeniero y que me entregó su tarjeta porque debajo estaba su correo electrónico.

-Ya veo - dijo Fabio escrudriñando la tarjeta.
Entonces me preguntó en que sitio realizarían el seminario.
-En el hotel Riviera.
-¿En el hotel Riviera?
-Sí, en la sala de convenciones.
-¿Cuántos países participan?
- Nueve. Ocho. No estoy seguro.
-Bueno.
Fabio estaba molesto. Sabía que alguien le había hecho una mala jugada al no invitarle al seminario.
- Está en el centro – dijo Irene.
-¿El qué?
-El hotel Riviera. Le va a fascinar.
Fabio ofuscado sacó su tarjeta y me la entregó.
-Cualquier cosa me llamás. Lo que necesités, che.
-Sí, che, lleválo a una milonga – le dijo Irene a su marido y luego a mí: ¿Le gusta el tango? Los ingenieros son pésimos bailarines.
- No todos.
Esto sirvió para que Irene emprendiera a hablar de lo hermosas que eran las tangueras mientras Fabio buscaba el último sandwich en la bolsa que estaba a sus pies.
Ahora, a pocas cuadras de la estación, continúan dándome consejos sobre Rosario. Entretanto, yo con hambre miro por la ventana y busco las mujeres de las que tanto habla Irene. Finalmente, el ómnibus alcanza la estación y los pasajeros proceden a bajarse. Dejo que Fabio e Irene se vayan primero con sus camperas y se pierdan en el ajetreo y la confusión de la estación. Me apeo de último. Tan pronto recojo mi bulto donde reparten el equipaje, intento escabullírmeles, pero estos me interceptan en un pasillo y me convidan a que compartamos un taxi. Aparentemente, quieren comprobar que realmente me quedo en el hotel Riviera y que la actividad se celebrará allá. Subimos a un taxi. A los diez minutos alcanzamos San Lorenzo. Yo echo un vistazo por derredor y me topo con algunas rosarinas con botas y abrigos. Cuando llegamos al hotel, Fabio e Irene se apean y me ayudan con el bulto que me pongo en la espalda. Luego me besan y me abrazan con mucho cariño. Si hay alguien observando la escena desde algún balcón o desde alguna habitación del hotel de seguro pensaría que se trata de unos padres que se despiden de su hijo.

2
César Aira no ha respondido. Le echo un vistazo a la pantalla de la laptop. Varios emails de facebook. Invitaciones sin sentido. Ninguna de las cuales pertenecen a César Aira. Hace una semana le escribí un email al escritor argentino para ver si nos reuníamos a tomarnos un café. Pero no respondió. He intentado con varios emails sin recibir respuesta alguna. La última dirección me la dio Washington Cucurto mientras cenábamos en un restaurante de Constitución lleno de escritores y de cecilias.
-Escribile y no le menciones que lo quieres entrevistar.
-¿Es reservado?
- No, che, para que no te pida dinero.
-¿Pide mucho dinero?
-Boludo, estoy bromeando.
-¿Qué le escribo?
- Decile que eres un poeta dominicano. Que eres un poeta joven dominicano.
Así que llevándome de Cucurto le escribí diciéndole que un joven poeta dominicano estaba interesado en invitarle un café. Fue poco después de enviarlo que me di cuenta de que sonaba un poco gay. Aparentemente, lo es, porque han pasado los días y no he recibido ninguna respuesta.
La laptop se queda sin carga. Trato de enchufar el cargador, pero me doy cuenta de que necesito un adaptador. Estos países europeos, digo moviéndome de un extremo a otro de la habitación. Llamo a recepción y me explican que por el adaptador cobran once pesos. Súbanlo, les digo. Entretanto chateo un rato hasta que la laptop se apaga por falta de energía y del adaptador que nunca suben.
Así que sin más que hacer me doy una ducha y bajo a dar un paseo por Rosario. Ya ha anochecido. Paso un dedo por las fachadas. Las siento frías y rugosas. Paso posadas, locutorios, tiendas, semáforos, taxis negros con amarillo, perros negros y marrones, fachadas derruidas y edificios modernos desde donde baja o sube una rosarina con ropa de hacer gimnasia. Como es lunes muchos de los restaurantes y pubs están cerrados.
Entro en la primera heladería que veo. Pido una cajita de ocho pesos.
-¿Qué sabor?
-De frutilla.
-Son dos sabores.
-Ah bien, deme el otro de fresa.
-¿Fresa? No tenemos fresa.
- Ah, dulce de leche entonces.
Me siento a comerme el helado confirmando lo que Irene había dicho acerca de la reputación que tenían las rosarinas. Y no sólo es eso, sino que en todas partes sólo se ven mujeres. Parece como si la ciudad tuviese un ladies night. Además, la temperatura es tan agradable que cuando salgo de la heladería me bajo el zipper del buzo y hasta pienso en quitármelo y enrollármelo en la cintura. Sigo de largo una calle, luego bajo por otra, hasta que alcanzo una avenida tras la cual se ve una terraza con parejas y más adelante una especie de malecón. De pronto veo una corredora. Luego otra, otra, otra y otra. Y otra más. A medida que alcanzo la terraza y el parque se multiplican. Sigo caminando y me topo con otra terraza y un boulevard y más rosarinas trotando. Como mis conocimientos en geografía argentina son pésimos, me sorprendo de que más allá de las rosarinas que trotan se vea el mar. Me aproximo poco a poco hasta que distingo en su majestuosidad las luces de la costa a la derecha y enfrente el mar oscuro. ¿Es el mar? Tiene que ser porque del otro lado no se aprecia ninguna luz. Al principio, me pregunto por la ausencia del característico olor salado, pero debido a la gripe, se me dificulta dar un veredicto. Pienso en preguntarles a las mujeres que caminan si se trata de un mar o de un río. Pero prefiero quedarme en mi ignorancia. A medida que avanzo, le echo un vistazo a la ciudad franqueada de torres modernas de treinta y cuarenta pisos con sus luces prendidas. Es una ciudad grande, digo. Me salen al paso terrazas donde parejas beben vino y más adelante el reguero de rosarinas ejercitándose en grupos de tres o cuatro, de las cuales me llegan sus conversaciones, en su mayoría quejas de que no cogen lo suficiente y de que ni los paraguayos las piropean. Paso terrazas en las que resuenan los tangos y las canciones románticas. Me llama la atención uno que está justo enfrente de un gimnasio donde yo, al igual que las parejas de la terraza, nos entretenemos viendo a varias rosarinas haciendo kick boxing. De repente el viento sopla y no tengo más remedio que subir el zipper de mi buzo y avanzar hasta un negocio donde pido una hamburguesa y una quilmes. Ahí, rodeado de turistas y parejas, luzco como un viudo, aunque esto, por supuesto, no impide que de tanto en tanto alce mi quilmes y brinde por el mar, por las minas y por los ingenieros de Rosario.
 


"En Rosario no se baila cumbia", Frank Báez, ediciones Folia (2011).